miércoles, 26 de diciembre de 2018

La lección que aprendí de los "Masai" en Tanzania

En diciembre de 2018 tuve la ocasión de visitar una aldea de la tribu de los Masai en Tanzania. Ya había estado en poblados similares en Kenia, hace unos años, pero esta vez fue especial. Llegué como una simple turista más que está realizando un safari fotográfico por los parques nacionales, y salí con una lección bien aprendida. 

Los Masai constituyen una tribu de África Oriental que siguen viviendo como hace siglos. Sus casas están fabricadas de estiércol de vacas, troncos y paja, y por supuesto, no hay electricidad ni agua corriente. 

El guía masai que nos acompañó a conocer su aldea, hablaba inglés porque había ido a la universidad, pero había decidido que aquel mundo de suelo de cemento, tecnología y prisas, no era para él, así que estaba de nuevo viviendo en su pueblo. Tras hacer el recorrido habitual, conocer su artesanía y sus bailes típicos, me volví a él, y le pregunté: "¿Sois felices viviendo así?". Su respuesta fue rotunda: "Sí, somos felices porque queremos lo que tenemos". 

La escuela Masai

Aún no me había dado mucho tiempo a pensar sobre la frase -que tiene su miga- cuando me dirigí con él a ver la escuela, el cole de los niños de 4, 5 y 6 años. Cuando en Europa pensamos en una "escuela", la imagen que nos suele venir a la cabeza es la de un edificio con aulas, pupitres, libros, cuadernos, bolígrafos y lapiceros de colores. Pero lo que me encontré fue una cabaña igual a las que les sirven de casa, con dos bancos de madera y una pizarra de tiza. Al entrar, un grupo de niños y niñas "cantaban" los números en inglés: "one, two, three, four..." Se callaron al verme entrar. ¡Cómo me hubiera gustado en aquel momento haber llevado cuadernos y bolígrafos de la Escuela Europea de Oratoria para dárselos a aquellos críos! 

Lo único que llevábamos eran unas cuantas cajas de comida, el "picnic" que nos habían preparado en el hotel y que habíamos decidido entregar a los niños. Mi sorpresa fue tremenda cuando el masai con funciones de profesor, comenzó a repartir la comida. Los críos seguían sentados exactamente en su sitio del banco, sin moverse, y era el profesor el que iba entregando una a una, las cosas que sacaba de las cajas: un plátano, un zumo, un trozo de pastel, un bollo, un sandwich, un bocadillo... Cada niño o niña recibía lo que le daban y se ponía a comérselo. Lo que me sorprendió enormemente es que ninguno de los críos miró siquiera lo que le daban al de al lado. Cada uno cogía lo suyo y se lo comía. Ni una protesta porque quisieran lo del de al lado, ni una mala cara, ni un gesto de disgusto. Lo que les daban, bienvenido era. ¡Me impresionó no oír ni una queja!


Y entonces una frase vino a mi mente: "Somos felices porque queremos lo que tenemos". Visto desde nuestra perspectiva "occidental" podríamos pensar que son poco asertivos, porque la frase podría querer decir que no quieren nada, o que se conforman con lo que tienen porque no le piden más a la vida, pero no es eso. Lo que aquel guía masai me dijo, y lo que los niños me demostraron, es que DISFRUTAN LO QUE TIENEN. No es que no quieran nada más de la vida, o que se conformen, sino que aprecian lo que tienen en cada momento. Nosotros, que se nos llena la boca hablando de mindfulnes (conciencia plena), no somos capaces de disfrutar de cada momento y de cada cosa que tenemos, como hacen ellos. ¡Siempre queremos más, da igual que sea dinero, cosas materiales o incluso amor o cariño!

Así que, aquellas sencillas gentes de un poblado remoto de Tanzania, me dieron una lección que pienso poner en práctica en mi vida. ¡Yo también me apunto al "queremos lo que tenemos". ¿Y tú?

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miércoles, 22 de abril de 2009

El cuento de la vaca

Esta es la historia de "La Vaca", del Dr. Camilo Cruz. Se cuenta que en una ocasión un maestro quería enseñarle a su discípulo los secretos para conseguir una vida próspera y feliz. Para ello, el maestro decidió marcharse con el joven en un viaje al pueblo más pobre que pudieran encontrar. Allí buscarían la familia más humilde del lugar, donde pasarían la noche. Así llegaron a un viejo caserío casi a punto de derrumbarse, era el sitio, sin duda, más pobre del lugar. En aquella casucha de apenas 10 metros cuadrados vivían 8 personas. Pero la familia contaba con una posesión: tenían una vaca, y la vida de todos ellos giraba en torno a la vaca: "hay que ordeñar a la vaca", "hay que sacar a la vaca", "hay que dar agua a la vaca". La vaca les hacía un servicio muy importante porque ellos consideraban que no eran tan pobres ya que tenían una vaca. El maestro y el discípulo durmieron en el lugar. A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que nadie se levantaran, ambos lo hicieron y se dispusieron a salir. El discípulo no estaba muy contento pues le parecía que no había aprendido nada, pero el maestro le dijo: "Es hora de que aprendas la lección que has venido a aprender".

Lentamente, el maestro se acercó adónde estaba atado el animal y, ante la incrédula mirada del joven, el anciano sacó un cuchillo enorme y mató a la vaca. El joven estaba alarmado, no podía entender nada y así se lo expresó. Sin inmutarse, el maestro se dispuso a marcharse del lugar; el discípulo pensó que por su culpa aquella familia ahora sí que no tendría medio de ganarse el pan.

La historia cuenta que un año más tarde el maestro llamó al discípulo y le sugirió que regresaran a aquel lugar para ver qué había ocurrido con la vaca. El joven asintió aún sintiéndose culpable por lo que había ocurrido. Llegaron de nuevo aquella zona pero no encontraban la vivienda; donde estaba la casucha, ahora había una casa grande y nueva. El joven pensó que la familia había tenido que abandonar el lugar. Cuando llamaron a la puerta, el hombre que les atendió era el mismo que les había alojado el año anterior. ¿Cómo era posible que ahora tuvieran aquella casa enorme, fueran bien vestidos y la vida les sonriera? El hombre les invitó a pasar y les contó que, nada más irse ellos aquel día, descubrieron que algún malechor les había matado a la vaca. Y aunque al principio se desesperaron ante su nueva situación, pronto decidieron arreglar el terreno y plantar unas cuantas semillas para alimentarse.

Pronto, aquellas semillas les dieron tanta producción que tuvieron que venderla en el mercado, comprando entonces más semillas y volviendo a plantar. Así, poco a poco fueron haciendo progresos y la granja les dio tantas ganancias que pudieron comprarse una casa nueva, ropa... y una vida nueva. La trágica muerte de la vaca había sido una auténtica bendición.

Al marcharse de allí el discípulo se dio cuenta de cuál era la lección que el maestro había querido darle: la muerte de la vaca no había sido el final de esa familia sino el principio de un nuevo y más brillante futuro. El maestro le preguntó al joven: ¿tú crees que si esta familia aún tuviera su vaca hubiera alcanzado todo esto este año? El discípulo respondió que no. ¿Ves le dijo? La vaca no sólo era su sustento sino la cadena que les ataba a una vida de conformismo y mediocridad. Tuvieron que aprender a ver más allá para salir de la miseria, en la que ni siquiera reconocían estar, por tener una vaca.

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